A pesar de sus temores no podía detener la marcha, a pesar de lo
mucho que su corazón agitado deseaba no podía detenerse, corría con una
agilidad desdichada y forzosa a través de la mojada alfombra verde, que cubría
aquel pasadizo de rayos provenientes del atardecer lejano y que esforzados
tocaban el suelo.
Algunos árboles descarados le tendían trampas a lo largo de su
ya muy difícil camino, árboles que no le permitirían continuar, le sujetarían
de ambos brazos si pudieran , mas no pueden , y se conforman con golpear sus
delgados y sucios dedos.
La selva se cerraba amenazante sobre él, y todo lo que entendía
de sí mismo y su manera de pensar yacía abandonado muchísimos jadeos
atrás, ahora era el, solo, desnudo entre las hojas de mil plantas.
Sentía el frio de las primeras horas de la noche arremolinarse en
su pecho jadeante y agitado. El susurro de la selva le acariciaba la cara, lo
besaba y le gemía placeres sencillos buscado su rendición, millones de gotas
azotaban una a una en ataques suicidas su pecho, más su decisión de galopar
nada la frenaría, seguiría corriendo por horas, ningún placer simple lo detendría,
había vomitado sus limitaciones mucho tiempo atrás.
Se sostenía solo de su actitud, su actitud de querer amar, con
su actitud y una rama suelta enterró el temor, el odio y el orgullo, en el
mismo lugar donde su espíritu asumió el reto de volver a las mismas raíces del
árbol del pensamiento humano, esas raíces que esperaban mohosas la llegada del
que cambiaría con palabras simples y dulces el resto de aquel astro verde
Las hojas del Yaaxché siempre estaban expectantes de aquel
que las besara y susurrara la promesa de amor, amor fiel único y desinteresado,
alguien que olvidara lo suficiente su mundo, alguien que sintiera un amor como
nunca antes nadie sintió.
Él era ese alguien, alguien que no temió ignorar la realidad de
su tiempo, ignorar su galaxia entera, convertir el amor en su universo y
sus caderas en su mundo, alguien que formara constelaciones con sus poros y
esculturas con su piel, que se acercara lo suficiente para mirar dentro de su
galaxia y se acunara en el amor de su sol.
El sabia, lo sentía, en su interior, los 13 cielos del árbol
ceiba lo llamaban, le susurraban el nombre de su galaxia y la promesa de su
piel eternamente.
El recuerdo de la sonrisa comprometida de la primera vez, el
escalofrió en su espalda y la sensación de su lengua en órbita con sus pezones lo
volvía más ágil, más eterno.
Su tarea no era sencilla conspiraban en
su contra, los poderes terrenales, la gran orquesta salvaje, atacaba sus
sentidos con su más terrorífica opera de media noche, la luna, rencorosa, no le
regalaba su luz y se escondía bajo su velo de diosa orgullosa, las
hojas se cerraban y mordían su rostro dejando heridas insignificantes, miles de
amenazas rasgaban su piel como su espíritu.
Jamás se detendría tenía que llegar,
debía saltar de una en una en todas las hojas para terminar levitando hasta las
raíces del gran ceiba, y susurrar a aquel musgo milenario, lo mucho que la amaría
si tan solo le permitía una oportunidad. Actitud y amor definían el motivo de
su sonrisa, su sonrisa que brillaba con fuerza entre aquella oscuridad
decrepita.
Cuando menos lo esperaba y se acostumbraba a la idea de huir de
su espalda infinitamente, en el momento en que posiblemente dudo, en ese
instante frente a sus enfermos ojos se dibujó la figura que definía la gracia y
belleza.
Rodeado de lágrimas sagradas y en hermosa comunión lo noto
gigante, esplendido, volvió en si como humano, tan solo para contemplar su belleza,
la antigüedad de su rugosa piel, y los miles de secretos que habían hecho de
aquellos pliegues su discreto hogar.
Las orquestas que antes cantaron con terror, entonaban ecos y
saludos al amanecer, el incienso natural coronaba a aquella ceiba como
astro redentor, aquel dios que no resucito, porque nunca murió y su corona
de soles crispados, era un símbolo más del amor de aquel mortal.
Su avance lo disparo a sentir poco a poco el dolor de sus
heridas y su condición humana, no le importo lo suficiente, entro en las aguas
de lágrimas suplicando el perdón de sus creadores, lágrimas de dioses mortales
y sus falsos sacrificios, lagrimas del niño, el caracol, la rana y cualquiera que
suspirara con la imagen de su último momento.
Camino entre aquellas doradas aguas hasta que su mano pudo
acariciar una ínfima porción de aquella cobertura virgen. Cerró los ojos
y sin pensarlo dejo que aquel sabio dios del bosque lo guiara en un viaje por
cada uno de los 13 cielos.
Se entregó todo humildad, todo disposición. Saltando de uno en
uno, como rana o como fruto caído, fue desde ave hasta serpiente, conoció el
odio y lo rechazo, se movió y gimió, nació como huevo y de vientre, aprendió a
volar y cantar, vivió como mujer, como hombre, fue hoja y ninfa, contemplo el
mundo desde los millones de ojos de aquel ceiba y para cuando una ínfima,
diminuta y delgada porción de realidad universal toco de su alma el
rincón más pequeño, despertó, despertó de un sueño en que no recordaba haber soñado.
Abrazo aquel enorme árbol, que en silencio total enseño más que
miles de años de historia humana.
Alegre y cantando susurro con sus labios en la madera
húmeda y milenaria, una plegaria que el dios de la corona crispada no pudo
ignorar.
-Déjame amarle, deja que miremos el mundo con un solo par de ojos,
deja que nuestro amor cambie el mundo, que le simpleza reine en nuestro corazón
para dos, que su piel morena, no me abandone nunca, déjame escribirle miles de poemas,
caminar entre robles y gritar.
Déjame vivir eternos meses a su lado, deja que callemos al mar
con un susurro de amor, deja que apaguemos siglos de maquina innecesaria y el
verde explote una vez más.
El color de sus ojos será mi resguardo contra el mal, mi religión,
y mi universo entero, déjame decirle lo que vi, déjame tocar el aire a su alrededor,
déjame ser pastor de estrellas, ordenarlas, encenderlas, que su brillo queme el
mal, déjame amarla, tan solo sentir su olor, la amare como nunca antes lo hice,
ni los falsos profetas ni los verdaderos.
Que en el crepúsculo de nuestra vida nos vayamos del mundo con
una sonrisa y volvamos a ti o gran ceiba, desnudos como la primera de
muchas hojas dobles de un solo corazón.